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Esta imagen de las vidrieras de la Catedral de León cual mis Tablas de Luz por partida doble como tras haberme tomado algunos vinillos también de León o tal vez de Jerez o de las tierras de Lugo o ese garnacho rojo y espeso que se elaboraba en Hortaleza cuando era un pueblo este barrio de Madrid. Con ellas debiera haber presidido mi capítulo anterior. Mas como nunca es tarde (Eso que nos lo pregunten a los que jamás llegamos a parte alguna de que nunca tuvimos accesibles las imprescindibles armas para forzarlo: dinero, contactos, circunstancia) Aquí ornamos con esta explosión de luz, del lila color de esa flor que en este libro llamamos de la inmortalidad: el humilde azafrán de los prados, colchicina freno a la mitosis o al derroche celular; del lila color en el que quedó convertida después de su muerte Alejandra Pizarnik de tanto mentar la flor de igual nombre mientras viviera con el vivir de este mundo que no otra cosa es que decadencia, ensuciarse, arruinarse, o más exactamente dicho: que te arruinen, las circunstancias los otros, siempre ciegos; y a los cuales jamás conmoverían las luces de esta vidriera y menos las de mis oníricas Tablas por mucho que emanadas del mismo Pantócrator en el que dicen creer. A los cuales lo único que conmueve es algo tan opaco como el dinero, piedra sillar de su sucio y torpe mundo.
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