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(Mircea Eliade)
¿Centro del mundo esta montaña escalera de caracol, doble espiral que sus peldaños de subida bajada entre sí retuerce y se llama ADN?
¿Qué otro centro telúrico nos es dado a los llamados humanos y al resto de las especies? Ahí es donde se encuentran el Cielo y la Tierra, arriba del sueño tú que vienes sueño abajo, espíritu que asciende de lo que mortal desciende y todo ello encerrado en cuatro letras que entre sí se emparejan: A-T, C-G; Adenina-Timina, Citosina-Guanina. ¿Para qué necesitaría la vida, algo tan magistral, la poca economía de nuestros alfabetos? Con cuatro letras le basta para comunicarlo todo de alzarlo sobre la nada, frente a nuestros brutalizantes abecedarios de 28 y más letras que mucho han conseguido tras milenios… Pero ¿a qué llegarían si contasen para su desarrollo con millones de años? ¡Este libro de la inmortalidad se escribiría solo y lo haría como hecho! Del mismo modo que la escritura de la vida manifiesta sus criaturas; de idéntica manera que la escritura de la física teje su papiro firmamento.
¿Y habrá algún “Centro del mundo” que conceda a la Palabra idéntico privilegio que a la física se dio, a la biología?
La respuesta es “sí” tanto desde el plano espiritual como desde la más pragmática razón. Un centro que está en todas partes, miles de millones de humanos cerebros. Si quedamos maravillados ante los logros de solo uno o de sólo algunos, ¡qué no harían esos miles de millones de humanos cerebros hermanados al mismo fin común: el bien la verdad la vida!
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