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“La muerte de cualquier hombre me disminuye
porque formo parte de la humanidad;
por tanto nunca mandes a nadie
a preguntar por quién doblan las campanas:
Doblan por ti.” (J. Donne)
Perder mi padre será como perderme
en la fosa sin nombre del vacío
o en el navío errante
de ese gran navegante
holandés maldito.
Perder mi padre.
Perderlo o abolirme.
Quedarme para siempre sin mi nombre,
huérfana, en esta soledad que es hombre,
de la mitad del mundo.
(¿Cómo no estaría presente en este libro de 1983 mi padre recién muerto, 1981? Y para que se vea que mis posturas radicales de desear el exterminio de su género, sólo me han sido impustas desde el exterior, ¡y no precisamente por ver el ejemplo de lo mismo en mujer otra alguna -de las cuales, si existen, como por ahí se dice, sigo sin enterarme ni de sus nombres ni de sitio en el que se reúnan-, sino por ver la degradación de este mundo del cual yo soy una de sus más completas víctimas, degradación hecha por macho, y degradación ahora, no históricamente nada más, degradación que se lleva por delante las mejores almas, las mejores vidas! Y al decir de mí “una de sus más completas víctimas” no va en ello ninguna exageración. O ¡¿Cómo se podría llamar el silenciamiento de cuarenta años, y, por tanto, exterminio, no sólo a la persona sino a la obra, decretado por ese mundo macho hacia una?!)
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